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Catolicismo primitivo (3) – San Ignacio de Antioquía

San Ignacio de Antioquía

Introducción – La Didaché – San Clemente Romano – San Ignacio de Antioquía – San Policarpo

 

 

San Ignacio de Antioquía fue discípulo de San Pablo y San Juan y el segundo sucesor de San Pedro como obispo en el sede de Antioquía. Nació entre los años 30 al 35 AD y murió mártir devorado por las fieras el mes de enero del año 107 durante el reinado del emperador romano Trajano. De camino a Roma escribió siete epístolas dirigidas a las iglesias de Éfeso, Magnesia, Tralia, Filadelfia, Esmirna, Roma y una carta a San Policarpo.

Doctrina

Divinidad de Cristo

Gracias a San Ignacio recibimos el testimonio de un discípulo directo de los apóstoles que nos ayuda a comprender cuan clara estaba en la iglesia primitiva la conciencia sobre la divinidad de Cristo, lo cual nos es bastante útil a la hora de combatir los ataques de algunas sectas.

Los testigos de Jehová y otras sectas de tipo arriano[1], por ejemplo, niegan que los primeros cristianos creyesen y aceptasen la divinidad de Jesucristo. Para estas sectas, Jesucristo no sería verdadero Dios, no habría compartido la naturaleza del Padre y del Espíritu Santo, sino que sería sólo una creatura. Los católicos en cambio profesamos creer en un solo Dios en Tres Personas divinas: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, los cuales comparten una misma naturaleza divina.

Estas sectas suponen que la doctrina de la divinidad de Cristo se impuso como producto de las manipulaciones del emperador Constantino durante el siglo IV, que quiso divinizar a Cristo con fines políticos. En las epístolas de San Ignacio, sin embargo, encontramos un testimonio de varios siglos de antigüedad que demuestra que para una época tan temprana ya se aceptaba la divinidad plena de Jesucristo. A este respecto escribe San Ignacio en sus cartas:

Hay un solo Dios, el cual se manifestó a sí mismo por medio de Jesucristo, su hijo, que es Palabra suya, que procedió del silencio, y de todo en todo agradó a Aquel que le había enviado.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 8,1)

“Ignacio, por sobrenombre Portador de Dios: A la bendecida en grandeza de Dios con plenitud: a la predestinada desde antes de los siglos a servir por siempre para gloria duradera e inconmovible, gloria unida y escogida por gracia de la pasión verdadera y por voluntad de Dios Padre y de Jesucristo nuestro Dios; a la Iglesia digna de toda bienaventuranza, que está en Éfeso de Asia, mi saludo cordialísimo en Jesucristo y en la alegría sin mácula.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 1)

Admite con palabras simples los puntos claves de la cristología católica, incluyendo el dogma de la encarnación:

“Un médico hay, sin embargo, que es carnal a par que espiritual, engendrado y no engendrado, en la carne hecho Dios, hijo de María e hijo de Dios, primero pasible y luego impasible, Jesucristo nuestro Señor.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 7,2)

“Desde aquel punto, quedó destruida toda hechicería y desapareció toda iniquidad. Derribada quedó la ignorancia, deshecho el antiguo imperio, desde el momento en que se mostró Dios hecho hombre” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 19,1)

“La verdad es que nuestro Dios Jesús, el Ungido, fue llevado por María en su seno conforme a la dispensación de Dios; del linaje, cierto, de David; por obra, empero, del Espíritu Santo. El cual nació y fue bautizado, a fin de purificar el agua con su pasión.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 18,2)

A lo largo de sus epístolas continúa una y otra vez reconociendo a Jesucristo como su Dios, al mismo tiempo que afirma que existe solamente un Dios:

“Ignacio, por sobrenombre Portador de Dios: A la Iglesia que alcanzó misericordia en la magnificencia del Padre altísimo y de Jesucristo su único Hijo: la que es amada y está iluminada por voluntad de Aquel que ha querido todas las cosas que existen, según la fe y la caridad de Jesucristo Dios nuestro.”(Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 1)

 “Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios.”(Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 4,3)

“Yo glorifico a Jesucristo, Dios, que es quien hasta tal punto os ha hecho sabios; pues muy bien me di cuenta de cuán apercibidos estáis de fe inconmovible, bien así como si estuvierais clavados, en carne y en espíritu, sobre la cruz de Jesucristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmiornitas 1,1)

Ante la herejía de los gnósticos que sostenía que Cristo no había tenido cuerpo real sino aparente, y por lo tanto, sufrido en la cruz en apariencia, afirma implícitamente la doctrina tradicional católica explicada posteriormente a través del término “unión hipostática”: Cristo es verdadero Dios pero también verdadero hombre:

“Yo, por mi parte, sé muy bien sabido, y en ello pongo mi fe, que, después de su resurrección, permaneció el Señor en su carne. Y así, cuando se presentó a Pedro y sus compañeros, les dijo: Tocadme, palpadme y ved cómo yo no soy un espíritu incorpóreo. Y al punto le tocaron y creyeron, quedando compenetrados con su carne y con su espíritu. Por eso despreciaron la misma muerte o, más bien, se mostraron superiores a la muerte. Es más, después de su resurrección, comió y bebió con ellos, como hombre de carne que era, si bien espiritualmente estaba hecho una cosa con su Padre.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmiornitas 3,3)

San Ignacio también rechaza uno de los elementos que llegaría a ser clave en la doctrina del arrianismo, el cual, al considerar a Jesucristo como un ser creado, o lo que es lo mismo, en suponer que hubo un momento en el tiempo en que Jesucristo no existió. Para él en cambio, Cristo está por encima del tiempo y es intemporal:

“…Aguarda al que está por encima del tiempo, al Intemporal, al Invisible, que por nosotros se hizo visible; al Impalpable, al Impasible, que por nosotros se hizo pasible: al que por todos los modos sufrió por nosotros?” (Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 3,2)

Eucaristía

Es bastante más explícito que la Didaché en admitir la presencia real de Cristo en la Eucaristía, doctrina que en la antigüedad fue rechazada también por las herejías de origen gnóstico. Para los docetas, una secta gnóstica de la época, el pan y vino consagrados no podían convertirse realmente en cuerpo y sangre de Cristo, dado que partían de la concepción ya mencionada de que Cristo no habría tenido cuerpo real sino aparente. San Ignacio en contra de esto reafirmó la fe tradicional de la Iglesia:

“Apártense [los docetas] también de la Eucaristía y de la oración, porque no confiesan que la Eucaristía es la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la misma que padeció por nuestros pecados, la misma que, por su bondad, resucitó la el Padre. Así, pues, los que contradicen al don de Dios, mueren y perecen entre sus disquisiciones. ¡Cuánto mejor les fuera celebrar la Eucaristía, a fin de que resucitaran!  Conviene, por tanto, apartarse de tales gentes, y ni privada ni públicamente hablar de ellos” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmirniotas 7,1-2)

Probablemente inspirado en el capítulo 6 del evangelio de Juan, llama a la Eucaristía “medicina de la inmortalidad” y a su carne el  “pan de Dios”:

“…partiendo de un mismo pan, que es medicina de inmortalidad, antídoto para no morir, sino vivir por siempre en Cristo Jesús.” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Efesios 20,2)

“No siento placer por la comida corruptible ni me atraen los deleites de esta vida. El pan de Dios quiero, que es la carne de Jesucristo, del linaje de David; su sangre quiero por bebida, que es amor incorruptible. (Ignacio de Antioquia, Carta a los Romanos 7,3)”

“Poned, pues, todo ahínco, en usar de una sola Eucaristía; porque una sola es la carne de Nuestro Señor Jesucristo y un sólo cáliz para unirnos con su sangre, un solo altar, así como no hay más que un solo obispo, juntamente con el colegio de ancianos y con todos los diáconos, consiervos míos. De esta manera, todo cuanto hiciereis, lo haréis según Dios.” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Filadelfios 4)

Admite por válida sólo la Eucaristía celebrada por un obispo que cuente con una legítima sucesión apostólica.

Solo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida, que se celebra bajo el obispo o aquel a quien él se lo encargare…No es lícito sin el obispo ni bautizar ni celebrar ágapes.” (Ignacio de Antioquia, Carta a los Esmirniotas 8,1)

Exhorta también a los cristianos a celebrar la Eucaristía frecuentemente:

Por lo tanto, poned empeño en reuniros con más frecuencia para celebrar la Eucaristía de Dios y tributarle gloria (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 13,1)

La Iglesia Católica y su constitución jerárquica

De San Ignacio tenemos el primer testimonio que se ha conservado en donde se llama a la Iglesia cristiana “Iglesia Católica”. Escribe: “donde quiera que esté Jesucristo, allí está la Iglesia Católica”. Arroja también mucha luz sobre la organización jerárquica de la Iglesia de su tiempo, pues dirige sus cartas a iglesias destinatarias que contaban con una jerarquía tripartita perfectamente definida: un obispo que las gobernaba (episcopado monárquico), un colegio de presbíteros subordinado a él, y uno o más diáconos.

“Seguid todos al obispo, como Jesucristo al Padre, y al colegio de ancianos como a los Apóstoles; en cuanto a los diáconos, reverenciadlos como al mandamiento de Dios. Que nadie sin contar con el obispo, haga nada de cuanto atañe a la Iglesia. Sólo aquella Eucaristía ha de tenerse por válida que se celebre por el obispo o por quien de él tenga autorización. Dondequiera que apareciere el obispo, allí esté la muchedumbre, al modo que dondequiera que estuviere Jesucristo, allí está la Iglesia Católica. Sin contar con el obispo, no es lícito ni bautizar ni celebrar la Eucaristía; sino, más bien, aquello que él aprobare, eso es también lo agradable a Dios, a fin de que cuanto hiciereis sea seguro y válido. (Ignacio de Antioquía, Carta a los Esmirniotas 8,1-2)

“Como quiera, pues, que en las personas susodichas contemple en la fe a toda vuestra muchedumbre y a todos os cobré amor, yo os exhorto a que pongáis empeño por hacerlo todo en la concordia de Dios, presidiendo el obispo, que ocupa el lugar de Dios, y los ancianos, que representan el colegio de los Apóstoles, y teniendo los diáconos, para mí dulcísimos, encomendado el ministerio de Jesucristo, el que antes de los siglos estaba junto al Padre y se manifestó al fin de los tiempos.”  (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 6,1)

“Síguese de ahí que os conviene correr a una con el sentir de vuestro obispo, que es justamente lo que ya hacéis. En efecto, vuestro colegio de ancianos, digno del nombre que lleva, digno, otro si, de Dios, así está armoniosamente concertado con su obispo como las cuerdas de una lira.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 4,1)

“Así, pues, a todos vosotros tuve la suerte de veros en la persona de Damas, obispo vuestro digno de Dios, y de vuestros dignos presbíteros Bajo y Apolonio, así como del diácono Soción, consiervo mío, de quien ojalá me fuera a mí dado gozar, pues se somete a su obispo como a la gracia de Dios y al colegio de ancianos como a la ley de Jesucristo.”  (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 2,1)

Lo mismo se observa a lo largo de sus epístolas (Carta a los Efesios 1,3; 3,2; 4,1; Carta a los Magnesios 2; 3,1; 6,1; 7,1; 13,1; 15,1; Carta a los Trailianos 1,1; 3,1; 12,2; Carta a los Filadelfios 1; 3,2; 7,1-2; Carta a Policarpo 1; 6,1; Carta a los Esmirniotas 8,1-2; 12,2.)

Algo importante en todo esto es que San Ignacio habla a una audiencia de la cual asume que al igual que él conoce bien que esta estructura jerárquica la tienen todas las iglesias cristianas:

“Mas comoquiera que la caridad no me consiente callar acerca de vosotros, de ahí mi propósito de exhortaros a que corráis todos a una con el pensamiento y sentir de Dios, pues Jesucristo, vivir nuestro del que nada ha de ser capaz de separarnos, es el pensamiento del Padre, al modo que también los obispos, establecidos por los confines de la tierra, están en el pensamiento  y sentir de Jesucristo.”   (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 3,2)

Esto apoya la tesis tradicional de que el episcopado monárquico ha tenido su origen en los propios apóstoles, y por lo tanto, en Jesucristo mismo, y no ha sido, como ha supuesto buena parte de la teología contemporánea[2], un tardío desarrollo de la doctrina cristiana. A este respecto explica el historiador y patrólogo Daniel Ruiz Bueno:

“Este ha sido por largo tiempo otro de los tropiezos de la crítica para admitir la autenticidad de las cartas de San Ignacio, pues con ellas había de tragarse un episcopado monárquico y una jerarquía perfectamente definida a fines del siglo I, con lo que caían por tierra muchas caras teorías. Pero las teorías son las teorías y los textos son los textos. Ahora bien, los textos de las cartas ignacianas nos atestiguan con absoluta diafanidad y con machacona insistencia que cada Iglesia –Antioquía, Esmirna, Éfeso, Trales, Filadelfia – tiene a su cabeza un ἐπίσκοπος, “intendente, inspector”, autoridad suprema en la comunidad, que se agrega como dependiente y subordinado suyo, un πρεσβυτέριον, colegio de “ancianos” que le asiste como una especie de “senado”, y un tercer cuerpo de diáconos o ministros.”[3]

 El historiador católico José Orlandis añade:

“Muchas iglesias del siglo I fueron fundadas por los Apóstoles y, mientras éstos vivieron, permanecieron bajo su autoridad superior, dirigidas por un colegio de presbíteros que ordenaba su vida litúrgica y disciplinar. Este régimen puede atestiguarse especialmente en las Iglesias paulinas, fundadas por el Apóstol de las Gentes. Pero a medida que los Apóstoles desaparecieron, se generalizó en todas partes el episcopado monárquico, que ya se había introducido desde un primer momento en otras iglesias particulares. El obispo era el jefe de la Iglesia, pastor de los fieles, y en cuanto sucesor de los Apóstoles, poseía la plenitud del sacerdocio y la potestad necesaria para el gobierno de la comunidad.”[4]

La herejía y el cisma

Para San Ignacio la sucesión de obispos en línea directa hasta los apóstoles es uno de los pilares necesarios para que la Iglesia se mantenga incorruptible y no ceda a la tentación de caer en herejías y cismas:

“Así, estando en medio de ellos, di un grito, clamé con fuerte voz, con voz de Dios: “¡Atención a vuestro obispo, al colegio de ancianos y a los diáconos!” Cierto que hubo quien sospechó que yo dije eso por saber de antemano la escisión de algunos de ellos; pero pongo por testigo a Aquel por quien llevo estas cadenas, que no lo supe por carne de hombre. Fue antes bien el Espíritu quien dio este pregón: “Guardad vuestra carne como templo de Dios. Amad la unión. Huid de las escisiones. Sed imitadores de Jesucristo, como también Él lo es de su Padre.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 7,1-2)

“A lo que sí os exhorto ―pero no yo, sino la caridad de Jesucristo― es a que uséis sólo del alimento cristiano y os abstengáis de toda hierba ajena, que es la herejía. Los herejes entretejen a Jesucristo con sus propias especulaciones, presentándose como dignos de todo crédito, cuando son en realidad como quienes brindan un veneno mortífero diluido en vino con miel. El incauto que gustosamente se lo toma, bebe en funesto placer su propia muerte. ¡Alerta, pues, contra los tales! Y así será con la condición de que no os engriáis y os mantengáis inseparables de Jesucristo Dios, de vuestro obispo y de las ordenaciones de los Apóstoles. El que está dentro del altar es puro; mas el que está fuera del altar, no es puro. Quiero decir, el que hace algo a espaldas del obispo y del colegio de los ancianos, ése es el que no está puro y limpio en su conciencia.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos 6-7)

Identifica la herejía como un pecado gravísimo, incluso más que el adulterio, porque corrompe la verdadera fe:

“Ahora bien, si los que cometen ese pecado [adulterio] según la carne merecen la muerte, ¡Cuánto más el que corrompa, con su mala doctrina, la fe de Dios, por la que Jesucristo fue crucificado! Ese tal, convertido en un impuro, irá al fuego inextinguible y, lo mismo que él, quienquiera lo escuchare.

La causa, justamente, porque el Señor consintió recibir ungüento sobre su cabeza, fue para infundir incorrupción a la Iglesia. No os dejéis ungir del pestilente ungüento de la doctrina del príncipe de este mundo, no sea que os lleve cautivos lejos de la vida que nos ha sido propuesta como galardón” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 16,2; 17,1-2)

“Que nadie, pues, os engañe, como, en efecto, no os dejáis engañar, siendo como sois, íntegramente de Dios. Porque como sea cierto que ninguna herejía, que pudiera atormentaros, tenga asiento entre vosotros, prueba es ello de que vivís según Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 8,1)

Añade también que aquellos que han caído en herejía pueden arrepentirse y volver al seno de la Iglesia Católica:

“Ahora bien, por lo que a mí toca, hice lo que me cumplía como hombre siempre dispuesto a la unión; porque donde hay escisión e ira no habita Dios. Eso sí, a todos los que se arrepienten les perdona el Señor, con la condición de que su arrepentimiento termine en la unidad de Dios y en el senado del obispo. Yo confío en la gracia de Jesucristo, que Él desatará de vosotros toda ligadura. Sin embargo, yo os exhorto a que nada hagáis por espíritu de contienda, sino cual dice a discípulos de Cristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 8,1-2)

“Apartaos de las malas hierbas, que no cultiva Jesucristo, pues no son los herejes plantación del Padre. Y no lo digo porque hallara yo entre vosotros escisión; lo que hallé fue limpieza. Y es así que, cuantos son de Dios y de Jesucristo, ésos son los que están al lado del obispo. Ahora que, cuantos, arrepentidos, volvieren a la unidad de la Iglesia, también ésos serán de Dios, a fin de que vivan conforme a Jesucristo. No os llevéis a engaño, hermanos míos. Si alguno sigue a un cismático, no hereda el reino de Dios. El que camina en sentir ajeno a la Iglesia, ése no puede tener parte en la pasión del Señor.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 8,1)

Importante es además congregarse en comunidad en la Iglesia, y contrasta esta actitud con la del soberbio que dice tener fe pero no acude a la reunión de los fieles:

“Que nadie se llame a engaño. Si alguno no está dentro del ámbito del altar, se priva del pan de Dios. Porque si la oración de uno o dos tiene tanta fuerza, ¡Cuánto más la del obispo juntamente con toda la Iglesia! Así, pues, el que no acude a la reunión de los fieles, ése es ya un soberbio y él mismo pronuncia su propia sentencia. Porque escrito está: Dios resiste a los soberbios. Pongamos, por ende, empeño en no resistir al obispo, a fin de estar sometidos a Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 5,2-3)

Justificación por la fe

Su doctrina sobre la justificación se mantiene en consonancia con la de todos los primeros padres: somos justificados por la fe, pero por la fe que va unida a la caridad, por lo tanto, la fe que salva es aquella que es una verdadera fidelidad que nos lleva a permanecer unidos y firmes en la obediencia a Dios y sus mandamientos hasta el fin:

“Los carnales no pueden practicar las obras espirituales, ni los espirituales las carnales, al modo que la fe no sufre las obras de la infidelidad ni la infidelidad las de la fe. Sin embargo, aun lo que hacéis según la carne se convierte en espiritual, pues todo lo hacéis en Jesucristo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 8,2)

“Nada de todo eso se os oculta a vosotros, como tengáis en grado acabado para con Jesucristo aquella fe y caridad que son principio y término de la vida. El principio, quiero decir, la fe; el término, la caridad. Las dos, trabadas en unidad, son Dios, y todo lo demás, que atañe a la perfección y santidad, se sigue de ellas. Nadie, que proclama la fe, peca; ni nadie, que posee la caridad, aborrece. El árbol se manifiesta por sus frutos. Del mismo modo, los que profesan ser de Cristo, por sus obras se pondrán de manifiesto. Porque no está ahora el negocio en proclamar la fe, sino en mantenerse en la fuerza de ella hasta el fin.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 14,1-2)

Está claro que pensaba, a diferencia de los reformadores protestantes, que la salvación fuese algo que se podía perder si no se permanecía en estado de gracia. Tan es así que pide oraciones por su salvación, para que sea hallado digno y no reprobado al momento de morir:

“Yo pido a Dios que me escuchéis con amor, no sea que mi carta se convierta en testimonio contra vosotros. Rogad también por mí, pues necesito de vuestra caridad ante la misericordia de Dios, a fin de hacerme digno de aquella herencia, que me toca alcanzar, y no ser declarado réprobo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Tralianos 12,3)

Primado de la Sede Romana

Aunque a lo largo de sus cartas San Ignacio no toca el tema de la primacía jurisdiccional de la iglesia de Roma como sede de los sucesores de San Pedro, no pasa desapercibido a una lectura atenta de sus cartas el tono distinto que utiliza al dirigirse a la iglesia de Roma. Puede hacer el ejercicio y comparar el saludo que dirige en cada una de las distintas iglesias con el saludo que dirige a aquela que “preside en Roma”, que está  “puesta a la cabeza de la caridad”. El tono resalta no sólo por la cantidad de alabanzas y elogios, sino por la deferencia propia de quien se dirige a un superior, dando por entendido que Roma presidía sobre el resto de las iglesias y no sólo sobre su propio territorio.

“Ignacio, por sobrenombre Portador de Dios: a la Iglesia que alcanzó misericordia en la magnificencia del Padre altísimo y de Jesucristo su único Hijo; la que es amada y está iluminada por la voluntad de Aquel que ha querido todas las cosas que existen, según la fe y la caridad de Jesucristo Dios nuestro; Iglesia, además, que preside en la capital del territorio de los romanos; digna ella de Dios, digna de todo decoro, digna de toda bienaventuranza, digna de alabanza, digna de alcanzar cuanto desee, digna de toda santidad; y puesta a la cabeza de la caridad, seguidora que es de la ley de Cristo y adornada con el nombre de Dios: mi saludo en el hombre de Jesucristo, Hijo del Padre…” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos, Prólogo)

Y al estar puesta “a la cabeza de la caridad” imparte instrucción también a las demás iglesias y a la propia iglesia de la que San Ignacio es obispo:

“A nadie jamás tuvisteis envidia; a otros habéis enseñado a no tenerla. Ahora, pues, lo que yo quiero es que lo que a otros mandáis cuando los instruís como a discípulos del Señor, sea también firme respecto de mí. Lo único que para mí habéis de pedir es fuerza, tanto interior como exterior, a fin de que no sólo hable, sino que esté también decidido; para que no solamente, digo, me llame cristiano, sino que me muestre como tal.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 3,1)

Significativo también que aunque no deja el cuidado de su iglesia a ninguna otra, sí lo hace con Roma, pidiendo que haga con ella el oficio de obispo.

“Acordaos en vuestras oraciones de la Iglesia de Siria, que tiene ahora, en lugar de mí, por pastor a Dios. Sólo Jesucristo y vuestra caridad harán con ella oficio de obispo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 9)

Se deduce también que San Ignacio conocía bien el hecho de que la iglesia de Roma fue gobernada por San Pedro y San Pablo:

No os doy yo mandatos como Pedro y Pablo. Ellos fueron Apóstoles; yo no soy más que un condenado a muerte; ellos fueron libres; yo, hasta el presente, soy un esclavo…” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 4,3)

Virginidad de María

San Ignacio habla de la virginidad de María como de un milagro tan asombroso que quedó oculto al mismo Satanás, aunque no es suficientemente explícito como tener certeza de que se refería no solo a a la virginidad antes del parto, sino también a la virginidad en, y después del parto:

Quedó oculta al príncipe de este mundo la virginidad de María y el parto de ella, del mismo modo que la muerte del Señor: tres misterios sonoros que se cumplieron en el silencio de Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios 19,1)

El domingo como día del Señor

Los adventistas del Séptimo día y otras sectas sabatistas acusan a la Iglesia Católica de sustituir el sábado por el domingo como día de reposo, violando el mandamiento de Dios. Aseguran también que este cambio se debió a manipulaciones del emperador Constantino durante el siglo IV para imponer a “escondidas” el culto al Dios Sol.

Sin embargo, casi tres siglos antes, San Ignacio afirmó que aquellos que guardaban el sábado y no el domingo como los cristianos se habían dejado engañar por doctrinas extrañas y han terminado judaizando, pero que los cristianos guardaban como día del Señor el domingo en virtud de que fue el día en que resucitó el Señor.

“No os dejéis engañar por doctrinas extrañas ni por esos cuentos viejos que no sirven para nada. Porque si hasta el presente vivimos a estilo de judíos, confesamos no haber recibido la gracia …

Ahora bien, si los que se habían criado en el antiguo orden de cosas vinieron a la novedad de esperanza, no guardando ya el sábado, sino viviendo según el domingo, día en que también amaneció nuestra vida por gracia del Señor y mérito de su muerte ―misterio que algunos niegan, siendo así que por él recibimos la gracia de creer y por él sufrimos, a fin de ser hallados discípulos de Jesucristo, nuestro solo Maestro.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 8,1; 9,1)

Absurda cosa es llevar a Jesucristo en la boca y vivir judaicamente. Porque no fue el cristianismo el que creyó en el judaísmo, sino el judaísmo en el cristianismo, en el que se ha congregado toda lengua que cree en Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios 10,3)

Mas si alguno os viniere con interpretaciones sobre judaísmo, no le escuchéis. Porque más vale oír el cristianismo de labios de un hombre con circuncisión que no el judaísmo de labios de un incircunciso.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Filadelfios 6,1)

Es probable que estas advertencias se deban a que todavía había algunos cristianos que se aferraban a las antiguas ordenanzas de la Ley Mosaica (circuncisión, diezmo, sábado como día de reposo, alimentos impuros) conflicto que ya dejó huella en el Nuevo Testamento  y que desencadenó el Concilio de Jerusalén (Hechos 15). El propio San Pablo, de quien fue discípulo San Ignacio, ya en el Nuevo Testamento había advertido en la misma línea: “Por tanto, que nadie os critique por cuestiones de comida o bebida, o a propósito de fiestas, de novilunios o sábados.” (Colosenses 2,16)

Matrimonio y celibato

San Ignacio se mantiene en la misma línea de San Pablo respecto a sus recomendaciones sobre el celibato y el matrimonio. El apóstol de los gentiles había escrito a la comunidad de Corinto que el celibato era el estado ideal para servir al Señor: “Digo a los célibes y a las viudas: Bien les está quedarse como yo. Pero si no pueden contenerse, que se casen; mejor es casarse que abrasarse… El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; tanto dividido.” (1 Corintios 7,8-9;33-34). Las recomendaciones de San Ignacio son prácticamente idénticas:

“Igualmente, predica a mis hermanos, en nombre de Jesucristo, que amen a sus esposas como el Señor a la Iglesia. Si alguno se siente capaz de permanecer en castidad para honrar la carne del Señor, que permanezca sin engreimiento. Si se engríe, está perdido, y si se estimare en más que el obispo, está corrompido. Respecto a los que se casan, esposos y esposas, conviene que celebren su enlace con conocimiento del obispoa fin de que el casamiento sea conforme al Señor y no por solo deseo. Que todo se haga para honra de Dios.” (Ignacio de Antioquía, Carta a Policarpo 5,1-2)

Desprendimiento y pobreza espiritual

La perspectiva de la Iglesia primitiva respecto a la importancia de los bienes materiales y del desprendimiento de los mismos, era muy distinta a las teologías heréticas contemporáneas que circulan y se popularizan en comunidades eclesiales protestantes e incluso en algunas comunidades católicas. A diferencia, por ejemplo, de lo que se conoce como “teología de la prosperidad”, para San Ignacio los bienes de este mundo e incluso la vida no valen nada en comparación con la vida eterna, por lo que la codicia es más bien un estorbo y un obstáculo:

De nada me aprovecharán los confines del mundo ni los reinos todos de este siglo. Para mí, mejor es morir en Jesucristo que ser rey de los términos de la tierra. ” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 6,1)

No tengáis a Jesucristo en la boca y luego codiciéis el mundo.” (Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos 7,1)

Autor: José Miguel Arráiz

NOTAS

[1] El arrianismo es una herejía del siglo IV que tomó su nombre de Arrio (256-336) sacerdote de Alejandría y después obispo libio, quien desde el 318 propagó la idea de que no hay tres personas en Dios sino una sola persona, el Padre. Jesucristo no era Dios, sino que había sido creado por Dios de la nada como punto de apoyo para su Plan. El Hijo es, por lo tanto, criatura y el ser del Hijo tiene un principio; ha habido, por lo tanto, un tiempo en que él no existía. Al sostener esta teoría, negaba la eternidad del Verbo, lo cual equivale a negar su divinidad. Desde esta perspectiva Jesús no es verdaderamente Dios. Aunque Arrio se ocupó principalmente de despojar de la divinidad a Jesucristo, hizo lo mismo con el Espíritu Santo, que igualmente lo percibía como creatura, e incluso inferior al Verbo.

[2] Se ha ido haciendo cada vez más común entre los teólogos modernos aceptar la hipótesis del tardío desarrollo del episcopado monárquico, como explica Francis A. Sullivan (From Apostles to Bishops, The Newman Press, New York 2001). El mismo  autor se adhiere en dicha obra a esa hipótesis.

[3] Daniel Ruiz Bueno, Padres Apostólicos, Biblioteca de Autores Cristianos 65,  Quinta Edición, Madrid 1985, pág. 421-422

[4] José Orlandis, Breve Historia del Cristianismo, Ediciones RIALP, Sexta edición, Madrid 1999, Pág. 25-26

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Catolicismo primitivo (4) – San Policarpo de Esmirna

Catolicismo primitivo (4) – San Policarpo de Esmirna

Introducción - La Didaché - San Clemente Romano - San Ignacio de Antioquía - San Policarpo San Policarpo fue obispo de Esmirna y uno de los discípulos del apóstol San Juan Evangelista. Gozó de gran prestigio, admiración y fama de santidad. Tuvo como discípulo al...